Roberto Fontanarrosa
Viste que todas las narigonas son tetonas? –preguntó el Pitufo cuando el Flaco Damián ya había encarado con el tema del tejido social.
—No me jodás –dudó Pedro.
—Fijate, fijate y vas a ver que tengo razón. Todas las narigonas son tetonas.
—Andá a cagar –se rió el Chelo, pegando con la palma de la mano sobre la mesa–. Che –alertó a los demás–, mirá con la pelotudez que sale éste. Que todas las narigonas son tetonas.
—Mi prima Antonia es narigona y es tetona –corroboró el Peruano que, sin embargo, era uno de los pocos que le había prestado atención al Flaco Damián.
Porque
un poco antes el Flaco había sido presentado a la mesa por el Negro, y le
habían dado una bola relativa, como era habitual, salvo Pedro, que le extendió
la mano, y el Peruano que le dijo que se acercara una silla. El Flaco,
ruliento, de lentes, algo narigón, de saco y corbata pero con jeans, se ubicó
en un ángulo. Era viernes y en la mesa de “La Sede ” estaban casi todos.
—¿Cuál
es el tema? –preguntó el Negro tras la presentación, acomodándose y procurando
integrarse.
—Chiquito
pregunta si se puede mezclar el Viagra con el mate cocido.
Chiquito
asintió con la cabeza.
—Me
hace el efecto inverso –admitió.
—¿No
es un poco temprano para Viagra? –trató el Flaco de meterse en la conversación.
—No,
son las ocho –dijo Ricardo–, yo en un rato me tengo que poner en
funcionamiento.
—No,
digo si no es demasiado temprano, por la edad de todos.
—Vos
tenés que conseguir cuerno de rinoceronte, Chiquito, para que se te pare –Pedro
se restregó las manos.
—Dicen
que es afrodisíaco, ¿no?
—Sí
–apuntó el Chelo–. Te lo metés en el orto y te vuelve loco.
—No,
pelotudo. Lo rallan y parece que el polvo es afrodisíaco; por eso los cazan
tanto a los rinocerontes.
—Un
polvo siempre es afrodisíaco.
—Lo
rallan y lo usan para cubrir las milanesas como te las hace tu jermu
–ejemplificó Ricardo mostrando la mano para arriba y para abajo–. Para que
engordés, gordo.
—Le
da resultado, te cuento –dijo Belmondo.
—Mierda,
qué éxito tuvo ese plato.
—Lo
vi el otro día en Discovery Channel, Chiquito –insistió Pedro–. Buscate a
alguien que tenga un rinoceronte y...
—A
éste ya no hay nada que le dé resultado. Está usando el Gimonte como
bronceador.
—Otro
que mira el Discovery Channel –rezongó Ricardo, señalando a Pedro–. ¿Por qué no
mirás, mejor, la guerra entre las vedettes, boludo, que se dicen de todo en Mar
del Plata? Se cagan a cachetazos, se tiran de los pelos...
—Eso
es lo que mirás vos, pelotudo, que tenés una teta en el cerebro.
—Mirando
siempre esas pelotudeces de los animalitos, los rinocerontes y todas esas
chiquilinadas... No sé por qué no les dejan de romper las bolas a esos bichos,
que los filman mientras están comiendo, están cagando, están cogiendo... Esas
cosas mirás vos...
—Chupame
la pija, nabo –dijo Pedro. El Negro lo chistó, riéndose. Con la cabeza le
señaló la mesa de al lado, llena de señoras grandes.
—Más
despacio, Pedro –se unió el Chelo.
—A
ver si alguna me oye y se viene para la mesa –Pedro también se reía.
—Y
te hace un pete.
—¿Cuánto
le puedo cobrar una tirada de goma?
—Che...
–pidió atención el Negro. Lo miraron. Hubo que esperar que Belmondo, en la otra
punta, terminara de cuchichear con el Turco–. Che... –repitió el Negro,
conseguido el silencio–... acá el Flaco quería comentarles algo. Por eso vino a
la mesa.
—¿Sabés
cuáles minas están siempre buenas? –Belmondo señaló al Pitufo–. Perdoname un
momento, Flaco... Las que van cruzadas de brazos, así...
—Buenísimas
–brincó el Pitufo–. Interesante observación.
Como
si tuvieran frío, como si caminaran con frío.
—Pero
no van así por el frío –aclaró Belmondo–. Van así para sostenerse las tetas.
Las que caminan así son tetonas. Fijate y vas a ver...
—Che...
che... –repitió el Negro–. ¿Podrá hablar este muchacho?
—Perdoná,
Flaco –se echó hacia atrás Belmondo, dando por terminada su intervención–.
Perdoná, quería hacer ese aporte nada más.
—La
inseguridad. La inseguridad ha hecho también otra contribución notable
–intervino el Colorado, que recién llegaba de una mesa vecina–. Las minas que
se cruzan la correa de la cartera desde el hombro derecho, por ejemplo, a la
cadera izquierda, para que no se la afanen, y la correa les pasa por acá, por
entre las gomas, y eso les remarca bien el volumen. Las hace más...
—¿Podrá
ser? ¿Podrá ser? –rogó el Negro–. Dale, Flaco. Largá.
—Bueno...
–carraspeó el Flaco–... la cosa es así.
El
Chelo tomó por el borde una de las mesas –eran dos juntas– interrumpiendo.
—Ricardo
–pidió–, ¿la podés terminar con la
Singer ?
—Sí,
terminala –dijo el Peru–. Se mueve todo.
—Este
boludo se la pasa moviendo la pierna debajo de la mesa. Y como seguro está
apoyado en una de las patas, tiembla todo –le explicó el Pitu al Flaco.
—Parece
que estuviera cosiendo a máquina.
—Es
el Parkinson, Pitu –dijo Belmondo.
—Tiemblan
todos los pocillos, pelotudo –reprochó el Chelo–, parece una de esas películas
donde se acerca Godzilla.
—¿Y
cuando vos te acercás –contraatacó Ricardo– que ya desde enfrente, antes de
cruzar, se sacuden los vidrios?
—Chupame
un huevo.
—Este
gordo me dice a mí...
—Seguí,
Flaco. Y perdoná, pero... –intercedió el Turco.
El
Flaco Damián sonrió, restándole importancia a la cosa.
—Yo
estoy en un grupo de Estudios Sociales –arrancó– relacionado con Humanidades.
Es un grupo independiente, de reflexión más que nada. Lo conduce Marcela
Adorno. Y estamos estudiando todo este asunto de la ruptura del tejido social
que se ha dado por la crisis económica, el quiebre de la comunicación a nivel
medio...
—No
de comunicación mediática...
—No.
No. Lo nuestro es más modesto, o más inmediato. Nos interesa estudiar el
fenómeno de la comunicación humana, urbana, a través de lo que ocurre en las
oficinas, en los talleres, en las fábricas. Digamos que estamos estudiando la
recomposición del diálogo, incluso entre grupos e individuos aparentemente de
diferentes niveles...
—Como
acá –señaló Ricardo.
—Eso.
Como acá –aseveró, contento, el Flaco.
—Que
yo no sé cómo les doy bola a estos fracasados.
—Como
acá, como acá –procuró no perder la manija el Flaco–. Por eso vengo, porque,
según me contaba el Negro, esta mesa es...
—O
al peruca este –siguió Ricardo–. Indocumentado, que vino de Lima a matarse el
hambre y ahora critica a San Martín...
—Te
sale con que al dulce de leche lo inventaron los incas.
—Esta
mesa –reafirmó el Flaco– es un buen ejemplo de individuos que provienen de
diversos estratos, de diversas ocupaciones.
—Postiglione,
por ejemplo –se irguió el Pitufo–, es pecho frío y, sin embargo...
—Lo
respetamos como se respeta a las minorías silenciosas.
—Yo
he nacido de una familia patricia de Salta, descendientes de Güemes –dijo
Chiquito–. Y no me explico cómo me junto con estos canallones verduleros,
peronistas, cabecitas negras. El aluvión zoológico.
—A
eso iba, a eso iba... –el Flaco advirtió que perdía consenso–. Entonces, creo
que sería muy piola un acercamiento, una intervención de ustedes en los
talleres, por ejemplo, de Marcela Adorno...
—¿Está
buena? –preguntó Belmondo.
—¿Cuál
es Marcela Adorno? ¿La profesora?
—Profesora
de Letras –dijo el Flaco.
—¿La
narigona, esposa de David Verasio?
—Sí.
Fue
entonces que el Pitufo salió con lo de que todas las narigonas son tetonas.
—Es
una teoría científica –se exaltó el Pitufo–. Se ve que hay alguna ley física
que lo marca así. Del mismo modo que en las costas marinas, a grandes
elevaciones, grandes profundidades. Donde hay montañas sobre la playa la
profundidad del mar es más grande.
—Porque
cae así... –el Turco trazó una línea descendente con el filo de la mano– como
acá, en la barranca de Granadero Baigorria.
—¡Mirá
con lo que sale éste! –se paró el Pitufo–. Con la barranca de Granadero
Baigorria.
—¿No
está el remanso Valerio ahí, pelotudo?
—Yo
le hablo de Río, de la
Costa Azul , de los fiordos noruegos, de Cadaqués...
—Sabés
cuántos se cagaron muriendo ahí...
—...
y éste me sale con eso, con Granadero Baigorria. Es de cuarta.
—Puede
ser que haya un orden anatómico –dudó Pedro–, ergonómico, que indica que la
mujer con nariz grande es tetona.
—¡Y
éste le cree! –se sacudió el Chelo–. ¡Qué boludo, se prende en cualquier
barrabasada!
Sigue
—¿En
el hombre no se da?
—No.
En ese caso son pijudos.
—Bueno...
Se ve que no es tu caso. En tu barrio te decían el Ñato, ¿no?
—Yo
me operé, nabo.
—¿Te
hiciste la cirugía de nariz?
—No,
me corté ocho centímetros de poronga. Los doné a los Estados Unidos para que
estudiaran cómo es el macho argentino.
—Lo
tienen en formol en la Nasa.
—Pero...
–reflexionó el Turco– hay una cuestión de equilibrio, boludo. Una mujer de
nariz grande y tetas grandes se cae de jeta.
—Se
cae para adelante.
—Debe
ser –se metió Belmondo– que la naturaleza, en su sabiduría, le da a la narigona
mucha teta para que los machos no le miren el naso y ella no se avergüence.
—Ojo
que aquí, el quía... –Ricardo se echó hacia atrás en su silla, para que no lo
viera el Flaco, y deslizó los dedos sobre la nariz, hacia la punta, como
estirándola– también tiene lo suyo, vayan respirando por turno porque...
—Yo
conozco una mina que es narigona y no tiene nada de tetas.
—Se
habrá operado.
—¿Qué?
¿Se agregó nariz?
—No.
Se sacó tetas, pelotudo.
—¿Se
hacen eso las minas?
—Yo
conozco una que se sacó como dos kilos.
—Algunas,
para no andar sacándose un poco de cada lado, se sacan una sola, entera.
—Como
las amazonas.
—O
se las cambian de lugar, la derecha pasa a la izquierda y la izquierda a la derecha.
—Como
la rotación de las ruedas de los autos.
—Uy,
boludo –se tocó la frente el Turco–, me hiciste acordar de que tengo que hacer
eso...
—Algunas
porque tienen un bebé y les chupa siempre del mismo wing...
—Acá,
el Chelo tomó la teta hasta el año pasado.
—A
las de adelante ya se les borró el dibujo. Las de atrás todavía aguantan.
—Flaco
–de repente Ricardo volvió a Damián, que había optado por mirar fijamente su
carpeta, mordiendo la birome–. ¿Y hay algún mango en ese asunto, en el del
grupo de reflexión, por participar?
El
Flaco se rió.
—¿Si
hay que pagar, preguntás vos? –siguió la broma. Se lo notaba un tanto
resignado.
—Un
cachet digo, una moneda, alguna colaboración... Algo acá, para los muchachos...
—De
veras que éste es un caso interesante –arremetió Damián, jugando su última
carta–, porque según me cuenta el Negro, se trata de una mesa aluvional, donde
ustedes se han ido juntando un poco al azar, de pedo, porque uno es amigo de un
amigo, otro...
—Otro
era el novio del Pitufo.
—¿Podés
creer? –resopló el Peruano–. El novio de mi hija le regaló un perro.
—No
digás.
—Cachorro.
Pero después se ponen enormes esos bichos. Un labrador, para colmo.
—¿Y
para qué querés un labrador? No tenés campo. Ni jardín tenés. Te hubiera traído
un electricista.
—Y
después el novio de tu hija se pira y te queda el perro rompiendo las bolas.
—Eso
pasa siempre. A la mía una vez le regalaron un hamster. El noviecito duró una
semana y el hamster tres años, bicho hijo de puta...
—A
mí se me escapó el perro, ¿podés creer? –el Turco miraba al infinito.
—Y
bueno... Si no le das de comer...
—Estás
en pedo. ¿Sabés cómo comía? Mi pibe más chico está desconsolado...
—Che,
Flaco, perdoná –elevó la voz Pedro–, terminá con este asunto, redondiemos la
idea porque, como nuestro nivel de atención es reducido... ¿Cómo sería el
asunto? ¿Hay que ir a algún lado? ¿Hay que...?
El
Flaco Damián tomó aire, se pegó con la base de la birome en los dientes y se
aprestó a intentar de nuevo.
—Y
hasta el perrito compañero... –canturreó Ricardo, riéndose.
—...
que por tu ausencia no comía... –se unió el Chelo, también a las carcajadas.
—...
al verme solo el otro día, también se fue –terminaron los dos al unísono.
—Ojo,
ojo, ojo –casi se puso de pie el Pitufo–, que ese tango replantea muy
seriamente la verosimilitud de lo que se dice de que los perros son tan fieles,
el mejor amigo del hombre y todo eso.
—Perro
hijo de mil putas, apenas lo vio solo a ese muchacho se fue a la mierda...
—Ah
sí, viejo –se enojó el Chelo– si vos no le das de comer o lo cuidás, cómo
querés que se quede con vos.
—¡Porque
es tu amigo, querido –saltó Ricardo–, y te debe lealtad!
—Lealtad,
las pelotas –dijo Belmondo–. Seguro que ahí la que le daba de comer era la
mina. Cuando se piró la mina el tipo ya se tiró al abandono y no le daba ni
cinco de bola al perro ese.
—Porque
ese tango es engañoso –agitó el dedo índice el Pitu–. Narra ese acontecimiento
como al pasar, sin darle importancia, pero no es un dato menor que un perro
argentino se raje de la casa porque el tipo se quedó solo.
—Era
un dogo argentino que no reconoce al dueño.
—¡El
perro –Ricardo golpeó con el puño contra la mesa– se tiene que quedar ahí con
el dueño aunque el dueño sea un pelotudo al que lo cagó la mina, porque para
eso es un perro de tango! ¡Si quiere comer bombones o canapés que labure en un
bolero!
—Vos
porque sos un negro esclavista que todavía creés en la servidumbre... ¡Hizo
bien el perro en pirarse! ¡Mirá si lo va a tener que aguantar al amargo del
dueño llorando por los rincones porque lo cagó la mina, que para amargo ya lo
tenemos al pecho frío de Chiquito que no me deja mentir!
—Se
tiene que quedar con el dueño –terció el Peruano– que le dio de comer durante
años cuando estaba en la buena. Resulta que ahora que el tipo está en la mala
el perro se raja.
Ricardo
le dio la mano.
—Y
te lo dice –señaló al Peruano– un hermano latinoamericano sojuzgado, que les ha
besado las bolas a los españoles durante años y sabe lo que es obedecer y...
—Bien
que a los faraones los enterraban con sus perros.
—Sí,
pero hubo faraones que cuando se les murió el perro no se quisieron enterrar
con él ni en pedo.
—Es
el eterno tema del poder.
—Como
Tutankamón, por ejemplo. Tutankamón, cuando le dijeron que se tenía que
enterrar con su perro, los mandó a todos a la concha de su madre.
—Un
chihuahua, para colmo.
—Claro,
había chihuahuas en Egipto.
—Lógico,
boludo. Aparecen en los dibujos que ellos hacían en las pirámides. De perfil
aparecen. Lo que pasa es que aparecen chiquitos. Son chiquitos y aparecen más
chiquitos todavía.
—Pensá
que esos dibujos son reducidos.
—Son
fotocopias. A esos dibujos arqueológicos, tan valiosos, no los van a poner en
las paredes para que los turistas los escriban todos.
—“Pepe
y María”.
—“Chelo
y Norberto”. Eran egipcios pero no boludos. ¿Por qué pensás que Tutankamón duró
hasta ahora embalsamado? Ni fecha de vencimiento tiene el cajón.
Ya
afuera, en la esquina, el Negro la hizo corta, algo incómodo tal vez.
—Chau,
Flaco... –saludó a su amigo, al que había acercado infructuosamente a la mesa–,
después te hablo –y se fue para calle Urquiza.
El
Flaco amagó irse hacia Corrientes pero volvió, dubitativo.
—¿Adónde
vas, Flaco? –le preguntó Pedro, que salía, las llaves del auto en la mano.
Ya
en el auto, el Flaco se quedó en silencio, tironeando algunos pelos de su barba
rala, mientras Pedro maniobraba con el volante para salir por San Lorenzo hacia
Mitre.
—Es
un grupo... algo... –dijo el Flaco.
—Disperso
–se rió Pedro–. Muy disperso. Difícil que se pueda mantener un tema de
conversación por mucho tiempo.
—Sí...
pero... A veces uno supone que... no sé... podrían tocar temas un poco más...
—Profundos
–rió Pedro.
—Profundos.
O al menos, serios. Será por esa imagen popular de los tipos que intentan
arreglar el mundo en una mesa de café, la filosofía de café.
—¿Vos
conocés algún tipo que haya arreglado el mundo desde una mesa de café?
—No.
—Porque
lo de Hitler fue desde una cervecería...
—No
sé –insistió el Flaco–, al menos intentar responder a los interrogantes del ser
humano.
—La
vida, la muerte –enumeró Pedro–, la razón del Ser, la eternidad...
—Sin
llegar a eso. Pero...
—¿Sabés
qué pasa, Flaco? –Pedro se puso serio–. Nosotros ya pasamos por eso...
—¿Cómo...
ya pasaron? –lo miró el Flaco.
—Claro.
Ya pasamos por eso. Son temas que tenemos superados. Aunque te parezca una boludez,
cuando uno alcanza un nivel de charla como el que vos oíste hoy, por ejemplo,
es porque ya se ha superado un montón de incógnitas, de problemas, de
contradicciones, de dudas. Y puede acceder entonces a lo trivial, a lo
doméstico, a lo inmediato. Ya con tranquilidad, sin culpas. Es cuando uno ya
está de vuelta, o sin expresarlo tan taxativamente, cuando se ha alcanzado
cierta armonía.
El
Flaco miraba ahora hacia adelante, aferrado a su carpeta.
—Tenés
que andar muy bien, pero muy bien del bocho –siguió Pedro–, para poder acceder,
para poder darte el lujo de hablar de todas estas cosas.
—En
la esquina. Dejame ahí nomás –señaló el Flaco.
—Y
algo más –Pedro no quiso dejar las cosas así–. Algo fundamental que nos
convenció de alejarnos de los temas medulares... –paró el auto–. Vos habrás
leído los aportes de Platón, Aristóteles, Sócrates, Demóstenes, los grandes
pensadores...
—Sí.
—Mirá
el mundo de mierda que nos dejaron. Mirá el mundo de mierda que nos dejaron.
Mirá de qué carajo sirvió todo eso que se les ocurrió.
El
Flaco se quedó mirando hacia afuera a través del parabrisas, tomado de la
manija interna de la puerta.
—Chau
–dijo. Se bajó en Maipú y San Lorenzo y encaró hacia Santa Fe, tras alguna
vacilación.
El
auto de Pedro se alejó con un
bocinazo.
El Flaco saludó, como al descuido.
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