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jueves, 12 de octubre de 2017

La modernidad informática



En esta entrada se retoma el capítulo 115 del libro "Filosofía política del poder mediático", del filósofo argentino José Pablo Feinmann, editado en el año 2013.




115
La modernidad informática*

El siglo XX no fue corto ni largo. Tuvo la duración de cualquier siglo y si tenemos en cuenta las atrocidades que en él acontecieron fue largo, excesivamente. Empieza en 1912, con el hundimiento del Titanic en la madrugada del 15 de abril, y termina en 2001, con el hundimiento de las Torres Gemelas en el amanecer del 11 de septiembre. Algunos lo han hecho terminar con la caída del Muro de Berlín o con el desmembramiento del bloque soviético en los primeros años de la década del noventa.
Fruto de una visión inmediatista de la historia, esta interpretación dio por terminada una modernidad cuyo inicio databan en la Revolución Francesa cuando no fue así: la modernidad (que es el desarrollo del capitalismo y sólo con su caída terminará) empezó con la conquista de América y aún dura, aunque se la haya denominado de distintos modos a lo largo de su historia. Al hacer terminar el siglo XX con la caída del bloque soviético se habló del «corto siglo XX». Sin embargo, como la historia es conflicto, antagonismo y enfrentamiento de bloques históricos que se niegan los unos a los otros, el siglo XX termina cuando cede paso a un nuevo enfrentamiento (Occidente-Islam) y no cuando los antagonismos parecieran haber terminado con la derrota de uno de sus polos; el comunista, en este caso. La violenta irrupción del terrorismo restablece el conflicto histórico, termina con la fiesta neoliberal de los noventa y da inicio a una nueva etapa de la historia: mueren los pequeños relatos de la posmodernidad (movimiento filosófico que floreció con el agotamiento del comunismo) y se abre un nuevo gran relato: la Guerra contra el Terror. La globalización en tanto globalización bélica por medio de la «guerra preventiva » que proclama Bush, quien, por si fuera poco, incluye a Dios en la contienda al decir que no es neutral, que está del lado «bueno», el de America, en su lucha contra las fuerzas del Mal.
La llamada posmodernidad fue un trecho breve de la historia, a la que pretendió nihilizar, fragmentarizar, reducirla al inocuo y burbujeante festín de las pequeñas historias. Así, Gianni Vattimo —uno de sus más entusiastas representantes, aunque un filósofo claramente menor— hablará de la «sociedad transparente» y de la hegemonía de los dialectos por sobre los grandes relatos. Sin embargo, por estos arrabales del mundo en los que suele pensarse mejor que en el pomposo centro del saber, Eduardo Grüner, poco antes del acontecimiento-universal de las Torres, escribirá un libro con el título de El fin de las pequeñas historias. Ahí da cuenta —entre otros— del concepto ingenuo y perimido de la sociedad transparente.
Feliz y entusiasmado por la caída del Muro de Berlín, Vattimo decide emprenderla con los medios de comunicación. Pero tiene de ellos una visión idílica.
Se hace necesario aclarar que el trabajo de Vattimo que nos proponemos seguir, ya que es necesario para nuestra temática, se edita en septiembre de 1990. Se ubica entre el eufórico y triunfalista fin de la historia de Francis Fukuyama y el choque de civilizaciones de Samuel Huntington que viene a liquidar la tesis del politólogo no japonés sino norteamericano, ya que nace en 1952 en la ciudad de Chicago. Cuando formula su tesis End of History, tiene apenas 37 años. Fukuyama ha sido abominado desde varios puntos de vista, pero cumplió una función necesaria y acaso inevitable. Era necesario demostrar que —con la caída del Muro y el triunfo del neoliberalismo— se congelaba la historia. De ahí en más seguirían sucediendo hechos, pero sólo eso: hechos históricos, pues el sentido profundo de la historia ya estaba decidido. El periodismo vernáculo —con un periodista muy célebre hoy por su sarcasmo impetuoso e impune, capaz de cualquier injuria, un personaje acaso fascinante porque se suicida en cámara fumando como un murciélago cuando sus heridos pulmones y su sobrepeso se lo debieran impedir, dicho esto como un consejo y con un rasgo de cierta admiración porque matarse siempre es un acto que exige algún tipo de coraje— interpretó, no sólo él, que Fukuyama decía que no habría más historia. Y añadió: «Y en seguida vino la Guerra del Golfo». No, esto no podría refutar la tesis de Fukuyama, que era otra,
ya que estaba lejos de negar que continuarían sucediendo hechos históricos. Fin de la historia no equivalía a congelamiento de la historia y menos a inmovilidad. La historia continuaría pero en su modalidad triunfante: la del capitalismo neo-liberal. Claro que todos los dirigentes de la izquierda paleolítica bajaron a sus cuadros la línea de indignarse porque un japonés reaccionario quería matar la historia. Y ahí se puso más de moda que nunca la palabra «utopía», a la que poca simpatía le tengo: poca o muy poca, casi ninguna. Y hasta creo que también ahí surge el breve y esperanzador poema de Galeano sobre la utopía que «sirve para caminar».
Fukuyama proponía algo distinto. Como en su momento Hegel, la historia no ha muerto, la historia seguirá, pero en la modalidad que ha triunfado. Para Hegel, con la monarquía prusiana de Friedrich Wilhelm III y su sistema filosófico-especulativo. El monarca prusiano dejó en manos de Hegel la justificación filosófica de su reinado. A cambio, Hegel fue el Rector de la Universidad de Berlín en tanto representante del Saber Absoluto, ya que la historia llegaba en su filosofía a su culminación. También Fukuyama recurre a Kojève, discípulo de Hegel, que dio clases a una generación de filósofos que harían historia en el pensamiento francés: Merleau-Ponty, Raymond Aron, Jacques Lacan y probablemente Jean-Paul Sartre, quien, sin duda, leyó al menos los apuntes, pero que ya —a causa de su estadía en Berlín devorándose los textos de los maestros alemanes, las llamadas tres haches: Hegel, Husserl, Heidegger— sabía probablemente más fenomenología que Kojève.
Pero Fukuyama cometió un error indigno de un ideólogo del Pentágono.  ¿Qué era ese mundo idílico que pintaba? ¿Para qué servía esa recurrencia nietzscheana al «último hombre» saturado de bienes que lo sofocaban? El Pentágono siempre necesita hipótesis de conflicto. ¿Cómo podría, si no, alimentarse la industria armamentística, ese pilar de la economía norteamericana? Rápido, sin demora alguna: es necesaria una nueva hipótesis de conflicto. Aquí aparece el señor Huntington y su tesis del choque de civilizaciones. Todo esto es conocido y sólo nos hemos remitido a un breve repaso. Queremos centralizar la cuestión en Vattimo. Hombre acostumbrado a seguir las modas (lo demostrará, sobre todo, más adelante como filósofo de la religión y hasta como abanderado —tal vez excesivamente confesional: a los lectores no tienen por qué interesarles tantos detalles de su intimidad— de la causa gay), no bien se establece la situación creada entre Fukuyama y Huntington, él se lanza de narices al posmodernismo, cuya fascinante novedad la encuentra en el poder mediático, valorado hasta la exultancia y la exaltación.
Vattimo entiende que la sociedad posmoderna es una sociedad «de la comunicación generalizada, la sociedad mediática (“mass media”)». (1) Vamos a desarrollar este punto porque los otros ya han sido transitados y suenan viejos, vestigios de un pasado optimista. El posmodernismo y la exaltación del fragmento y las pequeñas historias murieron con el atentado a las Torres Gemelas, fecha en que la tesis de las clases políticas sobre la globalización se demuestra de modo contundente. La historia vuelve a ser universal. Vattimo está —en este trabajo al menos— entusiasmado con el poder de los medios para crear múltiples puntos de vista y huir de la centralidad hegeliana del Espíritu Absoluto o del proletariado marxista como clase hegemónica que habrá de resolver todos los problemas de la historia. La «sociedad transparente» es la que garantiza los medios. Son tantos y tantos los lugares de mirada que se constituyen que la sociedad ya no puede ocultar nada. Es absolutamente democrática. Es la sociedad de lo Múltiple y no de lo Uno (como el caído comunismo). Algo señala nuestro autor en medio de tanto entusiasmo por la transparencia democrática y múltiple que los medios vienen a instaurar: «Los medios pueden también ser, siempre, la voz del “Gran Hermano”; o de la banalidad estereotipada, del vacío de significado». (2) Señalemos algo evidente a esta altura de los tiempos (veinte años más tarde del esperanzado día en que Vattimo escribió esos textos): los mass media no crean ninguna sociedad transparente. Esa transparencia, ¿qué nos permitiría ver? ¿La verdad? Se trata de una tontería total. Casi de un texto propagandístico ante la caída del comunismo. Ahora —vendría a decir Vattimo—, en la nueva sociedad libre, los medios garantizan la transparencia democrática.
Los medios —por el contrario— se han concentrado, son grandes pulpos internacionales que, lejos de transparentar la sociedad y entregarnos su esencia verdadera, se encargan de oscurecer todo y de otorgar brillo solamente a su propia verdad, la verdad de sus intereses.
Jean Baudrillard (filósofo de talento lúdico y creador de tesis incómodas sobre la realidad, a la que acabará por asesinar en su libro El crimen perfecto), en uno de sus trabajos tempranos, introducirá el concepto de obscenidad para definir lo que pasa con los medios de comunicación y el capitalismo neo-liberal. Lo citamos: «La obscenidad empieza (…) cuando todo se vuelve transparente y visible de inmediato, cuando todo queda expuesto a la luz áspera e inexorable de la información y la comunicación (…) es decir, de círculos y redes, una pornografía de todas las funciones y objetos en su legibilidad, en su fluidez, su disponibilidad, su regulación, en su significación forzada (…). Así pues, ya no es la tradicional obscenidad lo que está oculto, reprimido, prohibido o es oscuro; por el contrario,
es la obscenidad de lo visible, de lo demasiado visible, de lo más visible que lo visible. Es la obscenidad de lo que no tiene ningún secreto, de lo que se disuelve por completo en información y comunicación». (3) A Baudrillard no se le escapa que debe tomar en cuenta el gran análisis que hizo Marx en el parágrafo cuatro de El capital, capítulo primero: el carácter fetichista de la mercancía y su secreto. El secreto de la mercancía es que su producción no está a la vista de nadie, sino —por el contrario— está oculto por la mercancía que cobra así (por su objetalidad misteriosa, fantasmática) el poder de cerrar la penetrabilidad de su proceso de producción.
El fetiche de la mercancía oculta el sistema de producción de la mercancía y ese sistema de producción expresa a su vez las injusticias de la producción capitalista, la explotación del obrero. Por dar un ejemplo feroz: en muchos países del mundo hay trabajo esclavo. Éstas son las condiciones de producción. Pero el producto que sale al mercado es un hermoso pulóver. ¿Alguien puede ver en él al obrero explotado o la sobreexplotación del trabajo esclavo? No, la mercancía —en tanto fetiche— oculta esa secreta realidad: la de su producción. Escribe (lúcidamente) Baudrillard: «La mercancía es legible: en oposición al objeto, que nunca entrega del todo su secreto, la mercancía siempre manifiesta su esencia visible, que es su precio (…). De aquí que la mercancía sea el primer gran medio del mundo moderno». (4) Lo que significa: el secreto de producción de la mercancía (la objetalidad) está oculto a la voracidad mediática. O también: la voracidad mediática oculta ese sistema infame de producción porque los medios son del capitalismo y el capitalismo se niega a tornar visible la esencia de su producción, se niega a obscenizarse. Y resume Baudrillard las consecuencias del triunfo del mundo mediático sobre el receptor: «La proximidad absoluta, la instantaneidad absoluta de todas las cosas, la sensación de que no hay defensa ni posible retirada. Es el fin de la interioridad y la intimidad, la excesiva exposición y transparencia del mundo lo que le atraviesa sin obstáculo». (5)
Pero en nuestro país se ha ido más lejos. Sé (ya por abrumadora y hasta dolorosa experiencia) que no importa cuál sea el texto que escriba. No importa el significado que conlleve, ya que caerá en manos expertas en la alteración de significados. Han surgido —acaso sin saberlo— maestros de la deconstrucción. Se apoderan de un texto y alteran su sentido. Ante todo, por el lugar y el espacio que le dan en la red. El lector de Letrinet, siempre superficial y apurado, leerá el copete y seguirá adelante. Pero con la simple lectura del copete hará su juicio sobre el escrito del emisor. Y, para colmo, vomitará algún veredicto insultante, veloz, que llega con frecuencia a la cumbre del ultraje (a mí me han dicho delicadezas como «Gordo bufarrón», por ejemplo) en la abominable sección Comentarios.
Al principio, me reía. No porque la frase fuese ingeniosa, sino por lo desmedida que era, acaso por arañar la cima del disparate, del absurdo. O por el asombro que provocaba el desparpajo para el agravio que existía perversamente en ciertos individuos. Ya no me río. El asco y la pena reemplazaron a la risa. El destino de un texto es el de su distorsión por el medio que lo reproduce y luego el estercolero de los Comentarios, donde una cantidad inmensa de anónimos resentidos, de anónimos llenos de odio, dejará caer sobre el escritor del texto (que se ha cuidado, para colmo, de redactarlo bien, cuidando su estilo) una serie de palabras que llegan también a otra cumbre similar a la anterior (la del ultraje): la cumbre de lo soez. (6) Todo esto porque el texto le ha parecido «K» al que arroja toda esa basura sobre el emisor, al que considera «ultra-K». Aunque los «K» también incurren en la blasfemia. Pero menos. Bastará analizar los insultos del 8-N para comprobarlo. Los insultos provienen de los grandes medios de comunicación. Es más: creo que tienen expertos que son los que escriben la mayoría de los comentarios o los alteran. ¡Jacques Derrida en las letrinas de Internet! Sin saberlo, estos anónimos personajes penetran en los terrenos de la deconstrucción en que los juegos del lenguaje pueden hacerle decir a un texto diferentes significados. «En suma, un texto puede tener tantos diferentes significados que le es imposible tener uno». (7) Cuando se descubrieron las cartas antisemitas de Paul de Man, el más grande divulgador del saber derridiano en la Academia norteamericana, el maestro pidió esos textos porque quería aplicarles el método de la deconstrucción: fracasó. Los textos de Paul de Man seguían siendo antisemitas. Por ejemplo: en mi último incidente de este tipo dije, en mi ex programa de radio de Continental, que si el dibujante Sábat creía que un traspié judicial de la Presidenta le otorgaba el derecho a dibujarla con un ojo morado, expresando flagrantemente un caso de violencia de género, se equivocaba: «Si piensa así, mejor que no lo dibuje». Más claro, agua: si el señor Sábat cree que a alguien (a cualquier mujer, no importa que en este caso hubiese sido la Presidenta), cuando tiene un traspié, se lo puede dibujar con un ojo morado, porque, desde luego, le han dado una trompada en el ojo, si piensa esa barbaridad, señor, no la dibuje. Lo mismo habría hecho si, en mi diario, Página/12, a Rep se le hubiera ocurrido (algo imposible, es sólo un ejemplo: Rep no es un cavernícola) dibujar a Carrió con un ojo morado porque algo no le salió como quería. La violencia de género, el femicidio, es una realidad atroz, no saberlo es vivir en otro planeta. O peor: estar de acuerdo. Creo que Sábat, que tiene 80 años, no superó la época de Rico Tipo, revista de los años cincuenta, donde, sí, había mujeres golpeadas o personajes que se llamaban Pochita Morfoni o Bólido. Allá él, que dibuje lo que quiera, lo protege el establishment. Él ni se molesta en contestar. ¿Para qué? Muchos le ahorran el trabajo.
Todo el sistema de los medios poderosos. Que publicaron —alterando mi texto— «Feinmann pide que Sábat no dibuje lo que piensa». Y bien, esto es sólo un ejemplo del periodismo que hoy reina. Volveremos sobre el tema. Que es parte de la banalidad de los tiempos, de la instauración de la mentira como herramienta periodística. Antes, el periodismo trabajaba sobre una materialidad, un mundo fáctico al que interpretaba.
Hoy no. No necesita hechos. Los inventa. A los textos los reconstruye y les cambia sus significados. O los cercena y pone esos fragmentos como grandes títulos de las notas. En suma: miente.
Esta modernidad informática (que ha dejado atrás al llamado posmodernismo, que fue apenas una etapa de la modernidad destinada a liquidar al liquidado marxismo en el campo teórico) se presenta con características temibles. Ya no se interpreta la realidad (recordemos la frase de Nietzsche: no hay hechos, hay interpretaciones), se la falsea, se la distorsiona, se miente sin ningún obstáculo moral. El periodismo de hoy carece de barreras morales. Sólo busca herir a su enemigo (ni siquiera adversario) del modo más efectivo y más destructivo posible.
Nos resta analizar el poder de Internet en estas maniobras de falsedad y agresión. Todo «se sube a la red». El medio hegemónico transcribe la noticia y la parte «dura» queda para el lumpenaje que llena los comentarios.
Ya se pide la pena de muerte, el fusilamiento o el cercenamiento de miembros para los que los «grandes medios» señalan como culpables. La realidad se ha empobrecido de un modo —creo— irrecuperable. Vivimos en un mundo binario: K y anti-K. Ese mundo binario —diría Carl Schmitt— no puede sino desatar una guerra. Es lo que apunta con la díada amigo-enemigo. Es lo que ya había señalado Marx en el Manifiesto: burguesía y proletariado. Hoy podrá tener la nominación que se nos ocurra (más acertadamente) darle. Pero es la historia como conflicto, como antagonismo excluyente. Retengamos este concepto: hay un antagonismo excluyente cuando dos grupos, que entran en conflicto, niegan o rechazan la existencia de cualquier otro, centralizando en el enfrentamiento entre ambos todos los elementos de la realidad. No existe el «tercero». O se está en un bando o en otro. Para cada uno de los bandos el que está en el otro es un ser abominable con el que todo diálogo es imposible.
No hay una probable voz de conciliación pues debería ubicarse en un lugar al que no se le permite existir: un lugar, no neutral, pero alejado de la condición binaria creada por los bandos en pugna. Que se expresa en el célebre: o ellos o nosotros. Esta ausencia del tercero permite el desborde vital e ideológico del binarismo del odio. O se crean opciones diferenciadas, que puedan al menos pensar al margen del odio, o el futuro se presenta oscuro y repetitivo. Todo es previsible. Uno ya sabe qué va a decir alguien con sólo saber a qué bando pertenece. Nadie patea el tablero.
La única que podría modificar esta situación es la Presidenta por ser el cuadro político más capacitado de la pobre escena nacional. Que una vez por semana dialogue con dos o tres «opositores». Sería un comienzo. «¿Con quiénes?», dirá ella con razón. Es cierto: hay pocos. Habrá que encontrar alguno. Si, al menos, no la hubieran insultado tanto, desmereciéndose como opositores, sería más fácil. Pero alguien habrá. Tal vez la tarea más delicada del Gobierno sería apoyar el surgimiento de una nueva oposición. Colaborar en esa tarea. Cuando uno no tiene con quién dialogar, tiene que ayudar a crearlo. La soledad es sombría, triste y, según se dice, mala consejera. Hay que ir en busca de gente inteligente que no piense como uno. Es difícil. Pero no imposible. El país tiene que salir del empobrecimiento de lo binario. Del odio de lo binario. Y si no, como dijo un político que no goza de mi afecto pero tuvo un momento inspirado, «Dios dirá». Hagamos algo antes. Porque Dios hace dos mil años que no dice nada. Lo mejor que podría surgir es una fuerza autónoma que pudiera —honestamente— servir de puente, descomprimir, reemplazar los insultos por las ideas. Nadie —en la vieja y repetitiva «oposición»— está en condiciones de hacerlo. Ha surgido un político radical con una buena consigna y él no se ha embarrado en la figura del «enemigo». La consigna es: «Crear una nueva oposición». Sabbatella, por ejemplo (aunque esté colaborando ahora con el Gobierno), es, siempre fue, una figura de esa nueva oposición. Son pocos. Pero es una tarea, antes que necesaria, de urgente supervivencia para la democracia del país. Un anónimo hombre del subsuelo, el día en que murió Néstor Kirchner y empezó el censo, escribió: «El censo empezó bien: un hijo de puta menos». ¿Cuánto tiene que odiar alguien para escribir algo así?

1. Gianni Vattimo y otros, En torno a la posmodernidad, Anthropos, Barcelona,
1991, p. 9.
2. Ibíd., p. 19.
3. Jean Baudrillard, El éxtasis de la comunicación en la posmodernidad, Kairós,
Barcelona, 1985.
4. Ibíd, p. 194.
5. Ibíd., pp. 196 y 197.
6. Veamos algunos sinónimos de «soez» para fijar bien la vecindad de esta palabra con otras tan desdeñables como ella: grosero, tosco, bruto, salvaje, descortés, desvergonzado, impertinente, insolente, lenguaraz, ofensivo, cerdo, vil, indigno, indecente, villano, astroso, tabernario.
7. J. A. Cuddon, Dictionary of Literary Terms and Literary Theory, Penguin
Books, Londres, 1991, p. 223.



* Capítulo del libro Filosofía política del poder mediático. Feinmann, José Pablo. Editorial Planeta 2013.

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